Debemos alejarnos un poco del «yo», para compartir la alegría de los demás.
Pocas personas están dispuestas a sonreír con la alegría de los demás. Cada vez menos personas se alegran de que los demás estén felices. Quien no aprenda a sonreír y alegrarse con la felicidad de los demás, no lo será nunca. ¿Por qué? Porque para ser feliz hay que tener un corazón generoso capaz de salir de sí mismo, alejarse un poco del «yo», para compartir la alegría de los demás. Haciendo propia la alegría ajena es como acostumbramos nuestro corazón a la felicidad. La alegría no es asunto de «propiedad privada» sino comunitaria.
Cuando nos alegramos con los demás nuestro espíritu se expande, se alimenta el alma y se libera la mente. Cuando sonreímos ante la alegría de los demás el propio corazón se ensancha y se contagia con la felicidad de los otros. Este es un arte que tenemos que aprender y una condición para entrar al Reino de Dios. Había un rey que celebraba las bodas de su hijo y envío a sus servidores a avisar a los invitados que todo estaba listo para la fiesta. Sin embargo, todos se excusaron. Todos estaban tan ocupados en su propia felicidad y alegría, que no tenían tiempo para sonreír y celebrar la alegría de aquel rey.
Ser mezquinos hasta el punto de no sonreír ante la felicidad de los demás es la máxima expresión de egoísmo. Quien no aprende a apreciar y disfrutar con la alegría del que está a su lado, cuando le toque «en suerte» celebrar algo no tendrá cerca suyo con quien hacerlo. ¿Acaso puede sentir gozo verdadero el corazón de aquel que no experimentó alegría alguna por la dicha del otro?