«No hagas regalos a un niño mientras no sepa distinguir entre una piedra y una nuez»
El discernimiento es el arte de interpretar hacia qué dirección nos conducen los deseos del corazón, sin dejarnos seducir por aquello que nos lleva a donde nunca hubiéramos querido llegar.
Discernir procede del latín cerneré, de donde viene «cerner», que significa separar con el cedazo, depurar, distinguir, elegir.
Distinguir es una operación de la inteligencia que consiste en saber ver lo diferente dentro de lo semejante y lo semejante dentro de lo diferente, lo distinto en lo que es igual y lo igual en lo que es distinto. No es dividir, sino entender cada cosa por lo que es en relación con lo que es la otra: es unir y recomponer las diferencias en armonía.
Dividir significa muerte, distinguir es la vida. ¿Qué le ocurriría a uno cuya cabeza fuera separada de los hombros o no se distinguiera de los mismos? La diferencia es la condición para existir: cada criatura existe porque es distinta de Dios. Si el hijo no se distinguiera de la madre, no vendría al mundo. Esta primera diferencia da origen a las siguientes. En el Génesis, la creación es considerada como una obra de distinción de cada elemento de otro. Lo indistinto no existe.
Lo contrario de la distinción es la confusión, el caos. No distinguir es como hacer un batido, reducirlo todo a una homogeneización, matar. Un batido de hombre ya no es un hombre.
Nuestra vida interior suele ser un magma de sentimientos encontrados. Mientras no sepamos distinguirlos, seguiremos siendo espiritualmente inexistentes. Discernir una cosa de su contrario es nacer como personas, ser capaces de llevar a cabo acciones humanas, libres y responsables.
Por eso los antiguos Padres del desierto decían que «el discernimiento es mejor que todas las virtudes»: es la «obra» misma del hombre, la que le hace ser humano.
Sin discernimiento no podemos actuar: estamos simplemente movidos y agitados por impulsos contradictorios, que nos llevan a la total desintegración. Por eso dice un antiguo refrán hebreo: «No hagas regalos a un niño mientras no sepa distinguir entre una piedra y una nuez», porque podría ahogarse tragándose la nuez o tratar de partir la piedra para comerse los fragmentos.
Todo hombre, aunque sea ateo, tiene «su propia» experiencia mística: su yo toca directamente a Dios, el cual le toca a él directamente. Si el hombre se encuentra suficientemente liberado de sus condicionantes y no le opone resistencia, Dios le va atrayendo progresivamente hacia su amor y le pone en su camino, que es sólo suyo: es su nombre, el hueso, la semilla de su realidad, que tiene que crecer y desarrollarse hasta convertirse en un gran árbol.
Tenemos que aprender a interpretar este «toque», a sentirlo y distinguirlo de otros impulsos, que proceden de otra fuente y nos llevan a otra parte. Sólo entonces sabremos «qué hacer» y encontraremos el camino de regreso al hogar sin naufragar durante el viaje.
El discernimiento, al igual que cualquier otro conocimiento —incluido el de la fe, y especialmente éste— es una operación de mente y corazón, resultado de los dones naturales y el ejercicio personal. Es un juego de sensibilidad y buen gusto: un acontecimiento estético, una «percepción o sensación hermosa» del «toque» de Dios, que culmina en el gusto del bien. También podríamos decir que es una cuestión de «olfato», que infaliblemente sabe distinguir una flor de una carroña, lo que tiene fragancia de vida de lo que tiene hedor de muerte.
Un hombre sin discernimiento es como un sabueso sin olfato.
El discernimiento, como dijo Pablo (cfr. Flp 1,9-11), es el fruto de un amor que va creciendo cada vez más en el conocimiento y en la «percepción» (= estética en griego) de las diferencias, para valorar lo que hace más luminoso y ágil el camino hacia el día del Señor, haciendo que Él sea cada vez más transparente.
Silvano Fausti
¿Ocasión o tentación?
El arte de discernir y decidir