«Jesús le dijo: Simón, tengo algo que decirte. Di, Maestro, le contestó. Cierto prestamista tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta; y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó generosamente a los dos. ¿Cuál de ellos, entonces, lo amará más? Supongo que aquel a quien le perdonó más, respondió Simón. Y Jesús le dijo: Haz juzgado correctamente.» (Lc 7, 40-43)
A lo largo del Camino del Corazón, con menor o mayor consciencia, hemos reconocido y aceptado que nuestra manera de ser, actuar, en definitiva, de vivir, ha ocasionado dolor a otros y en nosotros mismos. No es fácil erradicar una actitud o manera de proceder, pero si dejamos a Dios entrar en nuestra vida, poco a poco, iremos recuperando la semejanza con el Hijo que perdimos a causa de nuestros desórdenes interiores, de nuestro pecado. Nosotros somos amados por un Dios que nos invita a dejarnos amar y salvar. Así es como se inicia el camino de conversión y transformación interior. Dios quiere amarnos y salvarnos, el Hijo vino para salvar a los que estaban perdidos. La buena noticia es que el amor ofrecido es sin límites. Es un amor gratuito. Ante Jesús no puedo más que callar, dejarme amar y perdonar. Debo mirarme desde su mirada para aceptarme y reconciliarme con mi pequeñez y fragilidad.
Jesús viene a revelarnos el proyecto de misericordia que su Padre tiene para el ser humano y la creación entera. Es su plan de amor recuperar nuestra amistad. Dios Padre quiere y procura nuestra amistad, y de nuestra parte cabe disponernos a encontrarnos con Él y dejarnos alcanzar por Él. Su amor y misericordia ordenan y devuelven la vida a todos los rincones de nuestro ser. La experiencia de la reconciliación nos hace experimentar una necesidad vital de transformación. Su amor misericordioso sitúa nuestro amor humano a un proceso de regeneración. Es un proceso personal que comúnmente llamamos «conversión del corazón». La gracia de Dios requiere de nuestra colaboración, de nuestra confianza y de nuestra esperanza para restaurar la belleza del ser humano plasmado en su interior desde su creación.
Este camino de conversión del corazón, de la sanación del amor, de la restauración del ser humano encontrará sin lugar a duda impedimentos y obstáculos que no deben hacernos olvidar la iniciativa de su amor y misericordia.
Es muy importante comprender que Dios no se tiene que sobreponer de las ofensas que ha recibido para perdonar porque le produce alegría hacerlo. Él se goza en su perdón, se alegra de recrearnos en su amor. El amor del Padre muestra su gratuidad y profundidad en el perdón. Jesús, en las parábolas de la misericordia, nos revela al Padre como aquel que se alegra al recuperarnos de la muerte que produce el pecado. El núcleo de la parábola del Padre bueno, por ejemplo, es la alegría del Padre al abrazar al hijo que regresa a la casa. Es la alegría que no puede contener y lo desborda lo que lo hace salir al encuentro de su hijo y besarlo. Dios Padre, cuando perdona, dignifica y devuelve la vida.
El Padre bueno nos recibe con las manos llenas de restos y despojos, de heridas sufridas y causadas a otros. Nos presentamos conscientes del daño que hemos hecho y nos hemos hecho. Nos presentamos ante el Padre porque aceptamos que hemos pecado y porque confiamos en su misericordia. Al dejarnos abrazar por Él nos abrimos al arrepentimiento y el perdón.
Cuando existe una falsa conciencia del daño que hemos ocasionado y nos hemos infringido tendemos a girar sobre nosotros mismos y terminamos realizando un monólogo en nuestra mente. Sin embargo, cuando existe una consciencia de culpa auténtica, nos abrimos al diálogo que libera y al abrazo del Padre.
El que ha experimentado el perdón vive de otra manera, se relaciona con Dios, con los demás, consigo mismo, con la creación, de un modo nuevo. El que ha experimentado la reconciliación no vive en el temor del posible quiebre de la propia imagen, de mostrar su debilidad, de salir perjudicado, de perder dignidad. Se relaciona con los demás con una libertad nueva que surge de la convicción de ser acogido y perdonado por el Padre. El hombre que se deja abrazar por el Padre puede experimentar el amor gratuito y fundante de Dios, y puede ofrecerse como colaborador en la construcción de un mundo más de acuerdo con el proyecto del Padre. En pocas palabras, humaniza el entorno que le toca vivir.
Te proponemos en este paso del Camino que consideres el perdón como lo que es; un sacramento, una fiesta, una celebración de la vida nueva que Dios nos regala en su misericordia. Te invitamos a que te prepares para la fiesta del perdón y recibir la gracia de experimentar la misericordia.
El Proyecto Misericordia
Puede ser que encontremos algunos impedimentos y obstáculos que no nos ayuden a vivir con plenitud la experiencia de la misericordia.
El primero puede ser nuestra imagen de Dios. Existen imágenes falsas de Dios que están enquistadas muy dentro de nosotros y nos impiden experimentar a un Dios misericordioso. Necesitamos dejar a Dios ser Dios, dejar al Padre mostrarnos su rostro; darle lugar a un Dios que actúa ante todo para salvar, para devolver la vida. Un Dios Padre-Madre que rechaza el pecado, en cuanto le impide realizar sus promesas, pero que acoge al pecador con quien quiere cumplir su promesa.
Otro obstáculo: La dificultad para aceptar la gratuidad de la salvación. Nos cuesta acoger la misericordia de Dios, nos cuesta vivir la experiencia de ser salvados por amor, gratuitamente. Siempre andamos pensando que necesitamos “merecernos su amor” pero que a causa de nuestras faltas y debilidades no lograremos nunca obtenerlo. No nos es fácil abrirnos al perdón porque no estamos dispuestos a aceptar que otro nos ame o perdone en aquello que nosotros no estamos dispuestos a amar o perdonar. Tanta gratuidad y amor nos sobrepasa e incluso nos desconcierta. Atrapados por el pecado nos encerramos en nuestros propios lugares de muerte y no permitimos que el perdón nos abra a la vida. Necesitamos experimentar que somos salvados por Jesucristo. Es hacer la experiencia de ser salvados por los méritos de Jesucristo y no por nuestros méritos. Es la gratuidad de su amor y entrega la que despierta en nosotros los deseos de ofrecer y entregar la vida como respuesta al don recibido.
Un tercer obstáculo: El «acostumbramiento» a la esclavitud. Al igual que los israelitas nos podemos haber acostumbrado a la esclavitud, y nos puede asustar la libertad y su incertidumbre. Por temor podemos preferir quedarnos en un modo de vida en cuyas coordenadas nos sabemos mover. Cuando somos esclavos de nuestras faltas y pecados, nos acostumbramos a vivir en cierta “tregua falsa” con nuestros demonios interiores. Llegamos al acuerdo de seguir bajo su influjo y poder, siempre y cuando no nos aniquile por completo. Esto ocurre con frecuencia cuando por temor o vergüenza, no dejamos a Dios perdonar nuestras faltas o acoger nuestras miserias. Aunque nos resulte extraño creer todavía hay personas que no comprenden que Jesús ha venido por los que necesitan salud y no por los que están sanos.
Para poder ser parte del proyecto misericordia y experimentar el amor incondicional de Dios, necesitamos cinco condiciones:
- Reconocer y gozar la iniciativa de Dios en mi perdón. Él me busca y quiere perdonarme. Es una iniciativa suya.
- Creer y confiar en Dios que me perdona: poner la confianza en que Él me puede salvar. Su misericordia sana cuando la recibimos sin poner condiciones.
- Perdonarme a mí mismo. Si no me perdono es difícil que acepte y sienta el perdón de Dios. La aceptación de la propia fragilidad y del pecado es la condición para que se inicie un proceso de transformación interior.
- Pedir perdón a los que he dañado y perdonar a los que me han ofendido o dañado. Debemos dejar de lado las justificaciones y la búsqueda de culpables. De lo que se trata es de curar el propio corazón.
- Desear y pedir a Dios que muestre la manera de reparar (en cuanto sea posible) el daño ocasionado y la actitud nueva que debo tomar a partir de ahora.